martes, 15 de septiembre de 2009

El hombre de la colina

Horacio Benavides

Un hombre alto miraba hacia el oriente, en horas tempranas, desde la colina de San Antonio; era una especie de ritual mientras la ciudad despertaba a su diario trajín. ¿Qué miraba el hombre? era mi pregunta. Tiempos después entré en tratos con él, supe que era arquitecto y poeta, que vivía en el oeste, que le gustaba dibujar letras, pero la pregunta seguía sin resolver.

Hoy creo conocer la respuesta: el hombre miraba el paraíso; todo indica que este lugar está en el principio, allá donde nace el sol. No el paraíso de nubes aborregadas y de arpas, sino el edén que se entrevé en las mínimas y sencillas cosas. Quien lee a Rodrigo Escobar descubre que una de sus preocupaciones es el tiempo, el tiempo que es como el río que va hacia el mar que es el morir. Sin embargo, entre el suceder de horas opacas, e inútiles preocupaciones, están los instantáneos remansos que nos dejan entrever el edén, el paraíso que es el lugar del tiempo sin tiempo.

Ahora puedo atar, el hombre también miraba a China, y en China a Buda que nos enseñó a detener el tiempo. De los actos cotidianos que pasan sin mucho color, Rodrigo rescata el instante que brilla con luz propia, un rostro que se abre como un lago entre la multitud, la intensidad del árbol florecido:

¡Qué bello floreciste, qué bello!

Pero estaban las calles silenciosas y solas,

y no había

ojos que te miraran.

Y tus ramas,

grávidas de capullos en flor, eran apenas

amadas de los vientos y el olvido.

En su casa del oeste, la ventana tiene una enredadera, una copa de oro. Copa de oro es una metáfora del sol, nos lo recuerda Bradbury. Nada es casual, en su ventana tiene el oriente. Además la ventana es un límite entre el adentro y el afuera, es el fiel de la balanza, la ventana es un espejo de la poesía de Escobar. Su poesía es un equilibrio entre el interior y el exterior, entre su pensamiento y su sentir. Por lo general la reflexión mata al poema, hay un frío en ella, para que esto no ocurra lo pensado debe ser especialmente sorprendente y sobre todo llevar una carga de entraña:

Lo que quiero decir nadie puede decirlo.

Lo que puedo decir no lo diré: no quiero.

Y el silencio, como una canción que no naciera,

va pasando entre quietas,

lentas horas.

Un aire de extrañeza recorre este poema. No es la helada lucidez, hay en él una ligera atmósfera de melancolía. Rodrigo, como en el poema de Jorge Cadavid, se para en la cabeza, para que el corazón descienda y se una con el pensamiento, y salta también para que descienda el pensamiento y se confunda con el sentimiento.

En Palmira, en la escuela pública donde su padre era maestro, oyó el niño Rodrigo el sonido de la lluvia al caer al tejado y del tejado al patio de cemento y no va a olvidar

ese sonido. En la acequia que recogía el agua puso los barcos de sus futuros viajes, y pasados los años supo que allí ya estaba Budapest y la muchacha de cabello de trigo maduro que pasearía por sus calles. En esa misma escuela escuchó de labios de su padre poemas de San Juan y de Quevedo y aprendió la justa medida, que más tarde guiaría a sus propios poemas.

Alguna vez le reproché a Escobar lo exiguo de su obra, dos libros de poemas en un ejercicio largo; debo reconocer mi error. Esta apreciación venía del desconocimiento de su poesía. La obra de este poeta, si corta, es intensa, es como una casa que se multiplicara en infinidad de cuartos, como una muchacha que en cada encuentro mudara de rostro. Después de haber pasado mis ojos por sus libros puedo decir que aún no los he leído, que mañana será otro día y que su poesía tendrá otra cara.


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